La Argentina bajo el riesgo de los Kirchner
Por Paulo A. Paranagua
En diez años de poder, Néstor Kirchner y después su mujer
Cristina llevaron adelante una gestión arbitraria e imprevisible de los asuntos
de Estado. En línea recta con el populismo peronista que a menudo condujo al
país al caos económico y la corrupción.
En mayo de 2003, hace diez años, Néstor Kirchner, ex
gobernador peronista de Santa Cruz, una provincia del sur argentino, llegó a la
presidencia de la república con un déficit de legitimidad. Elegido casi por
defecto, obtuvo el 22 por ciento de los votos en la primera vuelta. El ex
presidente Carlos Menem (también peronista), aunque con posibilidades de ganar
el ballotage, prefirió retirarse antes que sufrir un revés en la segunda
vuelta.
Para fortalecer a una opinión pública sacudida por la crisis
de 2001, que condujo al país a la quiebra, Kirchner se dedicó a consolidar la
recuperación económica, emprendida con éxito por el ministro de Economía
Roberto Lavagna, a quien mantuvo en su cargo. El nuevo presidente apoya los
esfuerzos de los defensores de los derechos humanos, los legisladores y algunos
magistrados para terminar con la impunidad de los militares implicados en los
crímenes de la dictadura (1976-1983). Por último, teje alianzas
"transversales" para lograr una mayoría en el Congreso. Su ministro
de Cultura, Torcuato Di Tella, eminente sociólogo y asesor del gobierno, veía
en esto el esbozo de una nueva centroizquierda, capaz de "superar" al
peronismo, fuerza dominante de la vida política desde 1945.
¿Néstor Kirchner, muerto en 2010, era un outsider? "Kirchner
no es un dirigente atípico", respondía su esposa Cristina a la pregunta de
Le Monde en noviembre de 2003. "Es un puro producto del peronismo".
¡El zorro pierde el pelo pero no las mañas! "No se puede gobernar sin
negociar con el inmenso aparato del partido peronista, formado por burócratas
de los sindicatos, intendentes corruptos, punteros barriales clientelistas,
policías, traficantes y delincuentes, que se oponen a cualquier cambio",
confiaba años después el filósofo José Pablo Feinmann, otro asesor del
gobierno. "'Si no controlo el aparato, este me va a dominar, no resistiría
dos días', me dijo Néstor".
En 2005, el presidente remueve al ministro Lavagna y
administra personalmente la economía nacional, de la misma forma que había
administrado los recursos de una provincia petrolera débilmente poblada de la
Patagonia: decisiones al día tomadas por un grupo cerrado, sin reunión del
consejo de ministros ni rendición de cuentas al Congreso ni explicaciones a la
prensa. Cuando era gobernador de Santa Cruz, había enviado a Suiza 500 millones
de dólares de regalías petroleras sin detallar jamás el itinerario de esa suma
ni sus intereses.
Abogados de empresas, los Kirchner habían dedicado los años
de plomo a acumular una fortuna. A partir de 2003, sus declaraciones anuales
muestran un enriquecimiento vertiginoso, sin que la cuestión de un conflicto de
intereses se les pase por la cabeza a los interesados. Para sus detractores,
los montos declarados no serían más que la punta del iceberg.
Cuando Cristina Kirchner reemplaza a su marido en 2007, el
manejo improvisado de la economía sigue siendo discrecional e imprevisible.
Para los amigos, todas las facilidades. Para los demás, el peso de la ley, sin
perjuicio de inventar nuevas reglas de acuerdo con las circunstancias. El
cambio más espectacular sin duda es el que hubo respecto de Clarín, el
principal grupo multimedia de la Argentina. La luna de miel duró hasta el
momento en que Néstor Kirchner, que quería una participación en el capital,
sufrió un rechazo. De un día para el otro, el grupo se convirtió en el enemigo
a derribar. "Clarín miente", gritan los Kirchner en cada acto
político. En 2009, se vota una ley de medios con disposiciones hechas a medida,
destinadas a desmantelar el grupo. La justicia bloquea su aplicación. Entonces,
en 2013, se improvisa una reforma de la justicia y los recursos contra el
Estado, para asegurarse de que el poder judicial deje de inmiscuirse en los
asuntos del ejecutivo y el legislativo.
Más allá de las peripecias que la Argentina de los Kirchner
presenta con la regularidad de un folletín, el balance de estos diez años de
gestión con medidas de corto plazo presenta contrastes: Buenos Aires logró
renegociar la mayor parte de la deuda, sin restablecer, sin embargo, su crédito
internacional. La producción se reactivó, con resultados moderados en la
industria. El Estado aumentó el impuesto a la soja, locomotora de las
exportaciones, y se apropió de los fondos de pensión, pero el régimen fiscal
legado por la dictadura militar no fue modificado.
Mientras que Aerolíneas Argentinas fue nacionalizada, nada
se hizo para corregir el deterioro de los transportes ferroviarios, desguazados
en los años 90 con la complicidad de los sindicatos peronistas: en 2012, un
accidente ocurrido en una estación de Buenos Aires causó 51 muertos y 700
heridos. La empresa petrolera Repsol YPF volvió a manos del Estado, mientras
que las compañías mineras gozan de total libertad para operar en perjuicio del
medioambiente y el fisco.
Buena parte del empobrecimiento provocado por la crisis de
2001 desapareció pero la miseria sigue presente. Los aumentos de salarios y las
jubilaciones revalorizadas se ven recortados por una inflación del 25 por
ciento enmascarada por la falsificación de las cifras oficiales. Se adoptó el
matrimonio igualitario pero el aborto sigue siendo tabú.
La inseguridad jurídica hace huir a los inversores: el
último en retirarse fue el grupo brasileño Vale. El proteccionismo dejó en coma
al Mercosur, la unión aduanera sudamericana. Argentina no ha dejado de caer en
el índice de percepción de la corrupción de Transparency International y
actualmente está en la cola del pelotón. En cuanto al control de cambio, se
presta a todo tipo de manipulaciones.
El descaro y la falta de visión, sin embargo, se disfrazan
con un discurso épico. Se habla de un "modelo" Kirchner, secundado
por un proyecto "nacional y popular". Adaptado al gusto del momento y
despojado de los oropeles de la "doctrina justicialista" del general
Juan Domingo Perón (presidente de 1946 a 1955 y de 1973 a 1974), este relato no
remite menos a la misma ideología: el nacionalismo, que invoca una excepción
argentina, una idiosincrasia diferente de cualquier otra, un "ser
nacional" cuya esencia se encontraría en el curso de la historia. Eva
Perón, la egeria del general, aparece en los nuevos billetes de 100 pesos y su
efigie domina la principal avenida de Buenos Aires, aun cuando su libro, La
razón de mi vida, ya no es de lectura obligatoria en las escuelas.
Los socialistas, los socialdemócratas, los comunistas, los
de centro, los demócrata-cristianos, los liberales, los conservadores, los
demócratas y los republicanos, las principales familias políticas de los dos
últimos siglos, en algún momento hicieron su autocrítica, y a menudo varias
veces en lugar de una. Los peronistas, jamás. No obstante, no faltan muertos en
el ropero.
El regreso del general Perón al poder en 1973 fue una
catástrofe que condujo, tres años más tarde, al peor golpe de Estado sufrido
por los argentinos. Los Kirchner fomentaron una idealización romántica de ese
período de irracionalidad, que no contribuye al respeto por las instituciones
de la democracia. En lugar de proceder a una relectura desapasionada de la
historia, los peronistas proponen una versión mítica, propicia para los desvíos
ideológicos.
La constitución prohíbe un tercer mandato presidencial
consecutivo, pero esto no impide a Cristina Kirchner hacer un vacío a su
alrededor, mientras que sus partidarios preconizan una reforma de la Ley
Fundamental. En una obra reciente, Carlos Gabetta, creador de la edición
argentina de Le Monde Diplomatique, llega a una conclusión abrumadora:
"Todos los gobiernos del populismo peronista argentino condujeron al país
al caos económico; todos llevaron la corrupción a un paroxismo y desembocaron
en la tragedia o el Grand-Guignol".
TRADUCCIÓN: Elisa Carnelli
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